lunes, 18 de agosto de 2014

El rey de los actores porno

Publicado 2003-04-14


"Con ustedes la gran estrella del porno mundial... Rooooon Jeremyyyy", grita en inglés una voz en off. Pese al entusiasmo del locutor ?al mejor estilo de las peleas de boxeo organizadas por Don King? acá el público no ovaciona. Apenas aplaude. En realidad, en todo el cabaret solo hay cinco espectadores. Cinco almas errantes de Nueva York que han entrado al Legz Diamond's para pasar la noche mirando bailarinas, poniéndoles dólares en las ligas y recogiendo húmedos recuerdos para llevarlos a la casa vacía. Con ese panorama en mente, ninguno parece demasiado entusiasmado con la presencia de Ron Jeremy sobre el escenario y, mucho menos, con la idea de que todo lo que acá ocurra será grabado como material de una próxima película triple X.

El actor más famoso del porno estadounidense toma el micrófono y antes de hablar se queda escuchando el alarido eufórico de todas las strippers del local. Rubias, morenas, pelirrojas, todas de piernas brillantes, tacos altos, colas respingadas y dientes que se ven azules con la luz ultravioleta. Ellas son las más emocionadas. Mal que bien, Ron además de actor es director y productor del género, y siempre va recorriendo clubes en busca de la próxima gran estrella porno. Cualquiera de ellas puede ser esa chica que de bailarina de un perdido club de Manhattan saltará, gracias a la cámara de este gordito con bigotes, a la casa propia con jacuzzi de mármol negro, al Corvette blanco con asientos piel de cebra, al armario con quince juegos de zapatos altos y a su cara desplegada en todos los sex shop del planeta.



Un camarógrafo con pulsera de oro graba con su digital todo lo que pasa dentro del club. La historia es la de un comediante, Ron Jeremy, y su peregrinar por diferentes cabarets de desnudos. No es necesario que a uno le digan que las mejores escenas serán grabadas en los camarines o en el baño de un hotel. Es obvio. Y ahí está el camarógrafo, apuntando a la concurrencia para darle ambiente al filme.

En eso, el lente enfoca hacia el lugar donde estoy sentado y por un segundo, un eterno segundo de grabación, me siento parte del negocio. Soy un extra en la próxima película de Ron Jeremy. Formo parte, aunque sea por unos breves instantes, del porno business americano. De esa industria que factura tantos millones que ni se pueden calcular y donde todo, finalmente, es mucho más normal y corriente que ese glamour kisch con que se autopromociona mundialmente esta industria.

X


Hay muchas maneras para llegar a salir en una cinta porno. Ron, por ejemplo, llegó a su primera película en 1978, cuando su novia mandó una foto de él ?sin ropa y de piernas abiertas? a la sección amateur de la revista Playgirl. La polaroid se publicó a un cuarto de página, pero fue suficiente para que a los pocos días los productores porno tomaran contacto con Jeremy.

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Para hacer mi debut como extra porno, en cambio, más que el tamaño y el grosor, lo importante fue la fortuna. El azar quiso ponerme frente a las cámaras, en una seguidilla de casualidades que se iniciaron esta mañana. Acababa de salir de un cibercafé y caminaba tranquilo cerca de Times Square, la zona más repetida de Nueva York. Y ahí estaba, entre turistas de todo el planeta, vendedores ambulantes y neoyorquinos paranoicos. Andar solo, mirando el suelo y con las manos en los bolsillos, en un lugar como Manhattan, suele ser sinónimo de algo raro. Quizás por eso, en menos de dos cuadras me habían pasado cuatro volantes de diferentes clubes nocturnos. También me vio cara de 'cliente' un tipo de pelo rojo que me pasó el panfleto del cabaret Legz Diamond's. A diferencia de las anteriores ofertas, acá se anunciaba con grandes letras y una pequeña fotografía la presencia de Ron Jeremy en el show de esta noche.

Jeremy estaba en la misma ciudad que yo. Uno de los grandes mitos de la industria triple X. El barrigón de bigotes infaltable dentro del género porno. Elegido por la revista Playboy una de las veinte personalidades más importantes de la contracultura en Estados Unidos. Una megastar, como decía el panfleto. Y junto a él Nikki Starr, recientemente elegida Miss XXX. La noche estaba armada.

XX


El cine porno tiene sus propios mitos. En el caso de las mujeres, uno de los íconos más conocidos es Linda Lovelace, protagonista de la más famosa película de todos los tiempos: Garganta profunda. La cinta de 1972 motivó una portada de la revista Time referida a la importancia de la pornografía en Estados Unidos y consagrando el género como parte de la cultura de este país. Por el fuerte impacto de la cinta, en esa época la prensa bautizó como 'Garganta profunda' a la voz anónima que desató el escándalo político Watergate, que costó la caída del presidente de los Estados Unidos Richard Nixon.
Hace pocos meses Linda Lovelace murió en un accidente automovilístico, a la edad de 53 años y tras liderar varias campañas contra la pornografía. Sin embargo, en 1974, durante el furor del filme que protagonizaba, Linda publicó The intimate diary of Linda Lovelace. En el prólogo del libro, Linda hace una advertencia jugando con el número de letras de la palabra porno: "Por lo que a mí se refiere, la única palabra obscena de cinco letras que conozco es m-a-t-a-r. Si hay palabras de cinco letras que le molesten a usted, no siga adelante. Váyase a comprar un número del Reader's Digest y que usted lo pase bien".

Ron Jeremy debe ser, hoy por hoy, el último gran emblema porno. Son las tres de la mañana cuando llego caminando a la dirección que llevo anotada en mi panfleto: el número 231 de la calle 54, en pleno Off Broadway. Durante el trayecto me he topado con vagabundos empujando carros de supermercado, camiones de basura en pleno recorrido, prostitutas de pelucas brillantes, taxistas con turbante y policías patrullando la noche. Todo muy neoyorquino. En la planta baja del número indicado hay un sex shop, que más bien parece tienda de artículos ortopédicos: esposas con cadenas largas, látigos con piel de cocodrilo, bolas de acero para vaginas anchas y cinturones con pene para las novias más dominantes. Para llegar al club nocturno tengo que subirme a un ascensor estrecho, que huele a bailarina y cuyas paredes están tapizadas con afiches de modelos en bikini y tetas brillantes. Cuarto piso. Stop.



"Son veinte dólares", dispara la solitaria cajera desde atrás de su vidrio blindado al mejor estilo de un taxista de Nueva York. Después de recibir y contar los billetes, la gorda de la caja hunde un botón y automáticamente la puerta eléctrica salta, dándome la bienvenida al mundo Legz Diamond's.

El sitio es grande y lleno de espejos. Aunque está oscuro, se siente que los sillones están cubiertos de felpa, que el suelo es una alfombra gruesa y que si no fuera por el aire acondicionado esto sería un horno. Para aumentar la temperatura, el primer impacto son las dos modelos que bailan sobre el escenario: muy juntas, muy brillantes, muy eróticas. Por entremedio de las mesas se pasea el resto de las strippers, tratando de que uno las invite por 20 dólares a una bebida y por 50 dólares a un rincón donde está prohibido tocar pero sí se permite que ellas te toquen. Te pasen la lengua por el cuello. Te acaricien delicadamente con sus uñas. Te pasen la rodilla por tu entrepierna. Te refrieguen sus pechos (la mayoría con silicona) por el rededor de tu nariz, para olerles ese perfume tan pegajoso y tan característico y que despierta los instintos más muertos hacia estas muchachas. Aunque ahí, otra vez te lo recuerdan, no se pueden tocar, no les puedes acordar un trato extra, no les puedes dar tu teléfono. Ni siquiera si les mientes diciendo que eres aquel esperado productor que, finalmente, las llevará de la mano hasta el siempre esquivo estrellato.

Mientras espero que aparezca Ron pongo un dólar en la liga de una rubia llamada Brenda y su pierna parece de mármol. Antes de entrar, imaginaba que el lugar estaría repleto y que la expectación sería la misma que despierta el rey del porno cuando se presenta en los clubes nocturnos de España o Japón. Hace unos años, en el Festival Internacional de Cine Erótico de Barcelona, Jeremy firmó más de quinientos autógrafos y dirigió un acto en el que 25 catalanes se masturbaron simultáneamente encima de una actriz alemana. Pero nada de esa euforia se despierta esta noche. En vez de llegar en una enorme limosina blanca, como podría esperarse, al parecer el megastar conduce el aporreado Chevy Nova café oscuro que más tarde, al salir, veré estacionado en la puerta.



"Ahí está", me avisa una de las bailarinas, mostrándome a un gordito que cambia las pilas de su micrófono inalámbrico. Es él, la figura más emblemática de los últimos años del porno norteamericano. La voz autorizada de los documentales Real sex de HBO. El mismo barrigón fofo de tantas cintas de video que circulan anónimamente de mano en mano. Un tipo que, además de haber actuado en 1.500 películas para adultos, ha hecho más de 50 cameos en distintas cintas comerciales (desde Jesucristo Superstar hasta la última Austin Powers, donde aparece bailando; llegando incluso a aparecer en alguna serie infantil de la Disney totalmente disfrazado e irreconocible).

Además, su experiencia como director de escenas de sexo lo ha llevado a ser consultor en cintas erótico-comerciales, como Nueve semanas y media y Boogie nights. Y aquí está. En vivo y en directo, donde se ve más bajo, más viejo y más simple. Parece más un taxista del Bronx, o un vendedor de salchichas del estadio de los Gigantes, o un tatuador de Queens.

Es precisamente en su figura donde se sustenta parte de su éxito: "Si ese gordinflón de rostro hinchado puede acostarse con las mejores chicas del planeta, yo también puedo", sería el mensaje subliminal que buscan despertar los productores al contratarlo.

Me le acerco, lo saludo, le palmoteo la espalda, le digo que quiero hablarle y me dice que ahora no, que luego, que está por subir al escenario, que están grabando una porno y que yo también participaré en la película porque el público aparecerá fugazmente en la grabación. Seré parte de la industria.

XXX


"Con ustedes la gran estrella del porno mundial... Rooooon Jeremyyyy" grita en inglés una voz en off. El actor más famoso del porno estadounidense toma el micrófono y antes de hablar se queda escuchando el alarido eufórico de todas las strippers del local. Rubias, morenas, pelirrojas, todas de piernas brillantes, tacos altos, colas respingadas y dientes que se ven azules con la luz ultravioleta. Un camarógrafo con pulsera de oro graba con su digital todo lo que pasa dentro del club. En eso, el lente enfoca el lugar donde estoy sentado y por un segundo, un eterno segundo de grabación, me siento parte del negocio. Soy un extra en la próxima película de Ron Jeremy. Formo parte, aunque sea por unos breves instantes, del porno bussines americano.


La rutina de Ron Jeremy sobre el escenario es un montón de chistes flojos sobre sus condiciones de semental. No es raro imaginar que en la post producción de la película pondrán risas grabadas, porque dentro del Legz Diamond's pocos se ríen con sus bromas. Uno de los asistentes le grita: "¡Bájate los pantalones!", y vienen las primeras carcajadas reales. Entonces Ron, la súperestrella, hace una seña de molestia, termina su rutina lo antes posible y anuncia la presencia de Nikki Starr: una rubia infartante que se desliza sobre la escena con todos los tics propios de una bailarina de desnudos.

-Ahora sí, ¿qué quieres?

-Una pequeña entrevista para Sudamérica. Allá eres muy conocido.

-OK... saludos para toda Sudamérica -me dice con distancia, mientras le hace señas a uno de sus productores.

-¿En qué andas, Ron?

"De gira. Durante este mes estaremos en Nueva York. Luego en Houston y al mes siguiente en Chicago. Estamos buscando nuevas estrellas y grabando una película donde aparecerán las chicas que vamos seleccionando.

Entonces Ron Jeremy Hyatt, nacido el 12 de marzo de 1953 en Long Island, Nueva York, licenciado en Educación diferencial y ex profesor de niños con problemas hasta que su novia mandó su foto a Playgirl, abre el maletín que lleva en su mano derecha. De adentro saca un alto de camisetas con su efigie de oso de peluche.

¿Quieres comprarme una camiseta...? -dice, sorpresivamente, porque así es el negocio y resulta que además de ser actor, director y productor, también funciona como su propia empresa de mercadeo y merchandising.

Ante mi poco entusiasmo, vuelve a la carga:

-Bueno, si no quieres camisetas tengo estos pósters a cinco dólares -y ahora me muestra un alto de fotos donde aparece acompañado de cinco rubias de tetas al aire.

-¿Qué más vendes?

-Por ahora solo traigo camisetas y pósters. Pero quiero empezar a vender chapitas con mi nombre y lápices con forma de, bueno, tú sabes... ¡penes!, ¡penes grandes! -y sonríe orgulloso.



En eso estamos, con su maletín abierto en una de las mesas del local, cuando aparece una bailarina menor de veinte años, escote abultadísimo, shorts brillantes, ajustados, y con todas las ganas del mundo de convertirse en estrella. Súbitamente la muchacha se lanza a los brazos de Ron.

-Te dejo, amigo -me dice Jeremy con una sonrisa pícara mientras parte agarrado de la cintura de la stripper en busca de un whisky a la barra.

Sobre el escenario, Nikki Starr, la otra estrella de la noche, esparce chocolate cremoso sobre su escultural anatomía dejando aturdidos a los tres espectadores que van quedando. Las cámaras la siguen de cerca y ella se toca suavemente, de arriba abajo, pone caras y sonríe coqueta, sin importarle que la sala esté semivacía, sin darle asunto a que acá dentro todo sea más decadente de lo que se podía esperar. Pensando, seguramente, más en esos tipos que han comprado la película y ahora la ven en sus casas, tranquilamente, que en esta perdida madrugada de Nueva York donde todo resulta un poco rutinario.



Antes de que sea tarde, vuelvo donde Ron Jeremy y le pido que nos tomemos una foto. Me dice que adentro del local está prohibido (lo mismo me había dicho mucho antes uno de los productores), pero que no tiene problemas en sacársela afuera.

Y aquí estamos, posando junto al vidrio blindado de la boletería. Ron está de buen ánimo y con la luz del exterior se le nota el polvo del maquillaje y las arrugas del tiempo y en su cabeza teñida las marcas de unas raíces canosas. Con luz normal se ve el bigote mal recortado, su sonrisa tímida y esos ojos esquivos que seguramente le brillaron cuando los productores porno lo llamaron a casa luego de aparecer en Playgirl y el futuro era una sola y muy larga ilusión.

Unos segundos antes de estallar el flash, Jeremy me dice en voz baja y muy serio: "Son diez dólares, amigo. Esto te costará diez". Le devuelvo la broma con una sonrisa, pero insiste en mirar serio y repite, "son diez dólares. Yo vendo todo, amigo". Y ahora, como nunca en todas las películas en que lo vi participar, sus palabras me parecen de verdad convincentes.

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